LA POLARIZACIÓN POLÍTICA ESPAÑOLA Y EL LABERINTO DEL MINOTAURO

 Como apunta Antonio Machado, no fue la razón, sino la fe en la razón, la que sustituyó en Grecia la fe en los dioses. 

Personalmente me considero un militante convencido, casi religioso, de la necesidad de aplicar la racionalidad en todos lo que nos rodea como método para alcanzar el máximo de eficacia y eficiencia en todas nuestras acciones. Y de éstas, la acción política no escapa. Puedo incluso afirmar, sin miedo a caer en la hipérbole, que es en la política el lugar donde es más necesario creer en la racionalidad y en que se aplique casi como un dogma irrenunciable. 

Me ocurre con las malas praxis en política, como ocurrió con el laberinto que construyó Dédalo para el Minotauro, que el hecho de que la parte superior quedara descubierta y mostrara el cielo intensificaba el deseo de libertad e imposibilitaba resignarse al encierro. 

El caso es que cualquiera que le dedique un rato de su tiempo a ver por televisión alguno de los debates que se producen en el Congreso o leer en la prensa la dinámica de los partidos en su actividad parlamentaria, se dará cuenta de que la bronca y la crispación se han adueñado por completo del Parlamento. Esta dinámica ha convertido el debate parlamentario en una suerte de sistema binario que sitúa de forma automática a los actores en una posición de amigo/enemigo y que, al tiempo, provoca respuestas simétricas en el adversario. Hecho este que, además, no se circunscribe únicamente al interior del Congreso, sino que se ha convertido en una práctica extendida a todo lo relacionado con la política. Este fenómeno es denominado en el argot politológico como “polarización”

Diferentes investigaciones politológicas sitúan el inicio de esta tendencia en la primera legislatura de Zapatero, y más concretamente, localizan el motivo en las dificultades que encontraba el Partido Popular para acercarse a las posiciones ideológicas medias del electorado en ese momento. Ante estos problemas, el PP optó por no plantear la batalla de oposición en término ideológicos (políticas económicas, sociales, etc.), sino haciéndola descansar en asuntos transversales que teóricamente deberían empujar hacia el consenso (constitución, el Jefe del Estado, instituciones, patria), con lo que se obliga a los partidos (y con ellos a la audiencia) a decantarse en uno de los dos extremos de las posiciones del debate. 

Este fenómeno ha ido creciendo de forma imparable desde entonces, y hace que el debate se haya polarizado. Alcanzando el paroxismo con la entrada en el Parlamento de partidos con posiciones mucho más radicales que, además, basan su modus vivendi en cuestiones más emocionales que racionales. La polarización tiende a radicalizar posturas en torno a estos temas debido a la crispación comunicativa que, a su vez, moviliza a los actores más ideologizados, mientras que los sectores más pragmáticos, racionales, o sencillamente menos ideológicos, no se encuentran cómodos situándose en ninguno de los polos opuestos en los que se les obliga a posicionarse. No caben posiciones intermedias. Estás en un extremo o en el otro. 

Esta situación tiene unos efectos perversos en la propia concepción de la política y en su carácter de representación de los intereses de los ciudadanos que se sustancia en el Parlamento. Convirtiendo el Congreso en un campo de batalla donde el enfrentamiento es continuo, en el que desaparecen los lugares comunes y donde la negociación y el entendimiento son sustituidos por la bronca y las palabras gruesas, con el único propósito de destruir al adversario. La crispación con la que se tratan los asuntos públicos, sin importar la magnitud del problema o la urgencia de su tratamiento, ponen de manifiesto la inexistencia de un terreno de juego común. Los partidos se olvidan de satisfacer las demandas de los ciudadanos, atendiendo únicamente al beneficio de sus propios intereses. 

Tampoco hay que olvidar la intervención decisiva de los medios de comunicación como consecuencia del efecto de mediatización que vienen provocando en los actores políticos, y más específicamente en el sistema mediático de pluralismo polarizado existente en España. La mediatización provoca que la información que trasciende de los debates sea lo espectacular, lo anecdótico, los chascarrillos y las descalificaciones. Los medios necesitan espectáculo y una información política que entretenga para atender la demanda de un público que, en su mayoría, no está interesado por el fondo de la cuestión en debate, pero sí en su parte más lúdica, la menos importante. Los políticos, a su vez, conocedores de que aquello que no aparece en los medios no existe, se prestan voluntariamente al juego. Es decir, podríamos decir que se produce un efecto de retroalimentación entre los tres protagonistas que conforman el espacio mediático: los políticos, los medios y el ciudadano/espectador. El espacio mediático crea así su propio laberinto

La Investigación sociopolítica sobre los factores y condicionantes de los procesos de polarización política nos alerta de que este fenómeno también provoca efectos perversos sobre la relación ciudadanos-política que, aunque sus consecuencias no sean inmediatas, pueden repercutir de forma muy negativa e irreversible sobre los partidos, las instituciones y el sistema político en general. La polarización y crispación se traducen en un incremento notable de las actitudes de cinismo político entre grandes sectores de la población, un creciente grado de desafección respecto a los partidos y de desanimo de los sectores menos ideologizados que tienden a refugiarse en posiciones apáticas y alejadas de lo político. 

La política española se ha transformado en un ser híbrido, con cuerpo humano y cabeza de toro salvaje, encerrado en un laberinto mediático en el que sus paredes cada día son más altas, y aunque se sigue vislumbrado el azul del cielo, no es capaz de encontrar la salida del laberinto en el que se ha metido. 

La observación de lo que ocurre, junto con una conciencia ciudadana crítica nos lleva a pensar que existe un mundo alternativo. Sin duda mejor. 

Escrito por Germán Pérez Soberón. 

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